Ralentí

La costumbre de dejar los vehículos parados al ralentí es un despilfarro y una falta de educación: contaminamos a los que pasan por al lado y molestamos a los que viven alrededor. Un motor rodando en vano es puro cáncer, vibran los cimientos, las paredes, los cristales y tiembla el misterio. Un motor al ralentí, con el aire acondicionado, se acelera sin talento, se calienta porque no refrigera y además de ser pernicioso y estresante, molesta un huevo. Se oye y se siente a cien metros. Crispa los nervios. Quizá el problema de España es que nos hemos acostumbrado a dejar los coches en marcha por todas partes. Es un hábito que nadie cuestiona, ni siquiera cuando se habla de los precios del petróleo. Cada cincuenta metros hay coche vibrando, o una furgona, o un camión de reparto. O una de esas barredoras bramadoras del diablo que parecen concebidas para aterrorizar turistas. El diesel moderno pulveriza tanto las partículas tóxicas que ya no se quedan en los pelos de la nariz: ese filtro natural ya no protege. Las partículas tóxicas van directas al hígado, los pulmones, etc. Por eso en París han prohibido los motores diesel para 2020. En España es normal estar hablando por teléfono, o echando cuentas o rellenando albaranes dentro del coche o la furgona, con el aire acondicionado o la estufa a tope, contaminando alegremente el entorno y polucionando los cerebros de alrededor. En vez de eliminar esta alegre tradición, la crisis la ha consolidado. Tal vez el que aguanta en la cabina o deja el auto solo al tran tran no es el mismo que paga el combustible. Esta adoración del ralentí deberían estudiarla los antropólogos porque quizá es un ritual telúrico actualizado (desde luego, no parece un reclamo sexual). Quizá esta afición al ronroneo callejero vibrátil responda a la apasionada simbiosis del ego y el automóvil, una pareja clásica del siglo XX –libertad, velocidad y tufarra, una mezcla que no pasa bien la ITV de estos tiempos. Quizá es un homenaje a aquel progreso de explosiones de cuatro tiempos o una versión desmejorada del carpe diem –vivir intensamente el presente–, porque el futuro… en fin. Brrrrrr.

(Columna de ayer en Heraldo de Aragón)

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