Al ver a la niña salutífera avanzando sobre la multitud, Adán, que nunca había entonado una canción diferente a los lúgubres chiflidos ovejeros de su infancia, halitó una sonata de Bach a flatula voce in albis que aterrorizó a la plaza y disparó los láseres de seguridad del búnker donde se agazapaba la virreina Ilu Thompson Cuatemoc de Intxaurrondo y Ortubia, bastión sempiterno del poder oculto que ostentaba la taciturnidad del ínclito Escamas Fleur, prestigioso narco y omnímodo factótum vejador. La virreina Ilu, temiendo que los gañidos de Adán fueran una señal para la sublevación que todos esperaban y nunca llegaba, salió zumbando en su moto por los andenes subterráneos de la línea férrea subterránea que ella misma había clausurado para tener expedita la fuga. Los láseres apuntaban a todas partes y la plaza quedó despejada a puro pánico. El único residuo vivo era el propio Adán, que aún canoreaba con los párpados apersianados de viva emoción. Al abrirlos vio a la ninona abrumada por la súbita soledad en medio de la plaza inmensa y corrió hacia ella frotándose los glóbulos rojos y blancos mientras la lluvia química que traía el bochorno desde el Picarral ablandaba las lajas que tendió Roma en el año 15 de la era. Rayujos de coca y trazas de somníferos manaban por los grifos exangües y la niña veía llegar al homúnculo como una emulsión más de la realidad giratoria de las cosas. Adán, temiendo asustarla, se detuvo a dos milímetros de su piel irresistible que al contacto con la lluvia emanaba fluorescencias y dibujaba sufrimientos en el aire pútrido de la última fábrica que a varios kilómetros de allí recocía maíz y atufaba a la ciudad entera para poder exportar fragancias y ensueños que -según los folletos- evocaban el tercer día de la Creación.
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Adán sin saber y el destino entre los días
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