Adán sin saber y el destino entre los días

Lo peor que te podía pasar era que Escamas Fleur reparara en ti. Volatilizado el estado y dispersados sus secuaces, los narcos habían heredado trozos de su prestigio y se repartían sus rapacidades; aunque muchos de ellos seguían siendo los mismos, los advenedizos competían con aínco por los restos del sistema, que se había refugiado en mercados alternativos y en una variada gama de submundos que mutaban con el paso de las horas.

Adán estaba solo en la plaza con la niña mágica pero se quedó paralizado a dos milímetros de sus epitelios: la criatura se licuaba en tegumentos ante el bamboleo de las realidades, que todavía hacían tremolar los sillares y los palacios desiertos. Adán recordaba a esta niña recién salida de sus sueños de infancia, la veía emerger entre las cabras y los riscos plateados de sus primeras imágenes, bloques de hielo perdidos en la bruma de glaciaciones remotas, entre los chirridos horrísonos que elevaban las cordilleras y abismaban los continentes. Era ella.

Esperaba a que las realidades dejaran de agitarse para hablarle a la niña de su vida; no quería dirigirse a ella en medio de las convulsiones del sistema. Esperaba a que cesaran las sacudidas de los cielos, que se rasgaban y dejaban ver la maquinaria obscena del sofware que arrojaba tufaradas de humos y escurría bilis en su esfuerzo por recuperar el orden o al menos la copia más reciente de la situación anterior.

Las turbas de acólitos que precedían a la niña y la anunciaban en su peregrinación sin rumbo decían que venía de las ciénagas donde estuvo el mar, aunque algunas versiones difundían que era un personaje de una novela inédita de la última década del siglo anterior. Según esos testimonios aquel libro secreto prefiguraba la realidad y la presencia de la ninona era la prueba viva de la profecía que siempre estaba a punto de cumplirse.

Adán no sabía nada de estas leyendas; solo quería comprobar si ella existía o era uno más de los espectros que se le aparecían desde que despertó del coma en un mundo que se había vuelto inaccesible. Lo que le dijo el señor Aristóbulo -que era una impresión 3D y sus pensamientos y su forma de ser habían sido construidos con retales de copiapega- le atormentaba, pues siempre se había creído una persona normal, o sea, más o menos original y diferente. Estas dudas recientes sobre su propia naturaleza se añadían a la agitación exterior y mantenían sellados sus labios, que ya los sentía como trozos de resina recién modelada por una máquina. La niña le miraba desde sus fulgores de ultramundo, sus huesos irradiaban flúores y así estuvieron un buen rato en silencio mientras la plaza empezaba a llenarse de gente en un festival de déjàvús donde todo recordaba vagamente a todo.

Adán se veía en un mar de dilaciones dentro de una cola interminable que culminaba en una lista de espera y que daba paso a una sala donde invariablemente debería esperar. Su incapacidad para actuar o decidir venía de la comprobación estadística de que hiciera lo que hiciera le iba a dar igual. Sospechaba que todo estaba determinado por oscuras fuerzas del universo absurdo. Aún así, decidió acatar el imperativo (que tal vez venía de esas mismas fuerzas) de actuar y decidir, decidir y actuar.

Le hubiera gustado seguir creyendo o empezar a creer en la libertad, en que hay opciones y posibilidades, que se puede cambiar de idea, influir en la realidad y modificarla, pero intuía que todo era un juego trucado. A veces se había olvidado de ese fatalismo y había conseguido vivir sin pensar.

Al ser descubiertos por los servicios de Escamas Fleur, que en esos días dominaba la plaza al atardecer (los grupos mafiosillos se repartían las competencias), Adán tomó a la niña en brazos y salió corriendo despacio, casi inmóvil, en la antigua cámara lenta, para evitar el suspicaz revoloteo de los bobolones -droncicos diminutos con aguijones letales, cámaras, sensores, etc- de incierta procedencia. La niña pesaba menos que el smog (que ya cubría la plaza como un edredón de interferencias) pero sus huesecillos emitían tales fulguraciones que atraían todas las miradas, radares, sensores y satélites… Precisamente esa ostentación les salvó, pues ni las alertas automáticas ni los supervisores humanos veían motivo de inquietud en algo que era tan llamativo.

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Siguiente:

Adán en los confines de la hiperrealidad

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Primer y último capítulo.

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