Pues sepan ustedes que el éxito del mendigo depende de su capacidad para contar una buena historia. Antes que nada, en el primer instante, el mendigo debe “tomarle la medida” a su víctima. Después de eso, debe contar una historia que apele a la peculiar personalidad y temperamento de esa víctima en particular. Y ahí reside justamente la mayor dificultad: en el instante mismo en que le está tomando la medida debe empezar a contar su historia. No se permite un solo minuto de preparación. En un golpe de inspiración debe adivinar la naturaleza de la víctima y concebir una historia que pueda conmoverle. El vagabundo que triunfa debe ser un artista. Debe crear de forma espontánea e instantánea, y no a partir de un tema seleccionado entre todo el repertorio de su imaginación sino del tema que lee en el rostro de la persona que abre la puerta, ya sea un hombre, una mujer o un niño, una persona dulce o malhumorada, generosa o mezquina, de buen carácter o irascible, judía o gentil, blanca o negra, racista o fraternal, provinciana o universal, o lo que sea. A menudo he pensado que a este entrenamiento de mis días de vagabundo se debe buena parte de mi éxito como escritor de relatos. Para conseguir la comida necesaria para vivir, me veía obligado a contar historias que sonaran verdaderas. En la puerta trasera uno desarrolla, empujado por una necesidad inexorable, la capacidad de convicción y la sinceridad que han exhibido todas las grandes figuras del arte del relato corto. También creo que fue mi aprendizaje como vagabundo el que me convirtió en un escritor realista. El realismo es la única mercancía que uno puede intercambiar en la puerta de una cocina por un bocado.
Jack London, La carretera
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