Así salió de la plaza con la chica en brazos sin que nadie les importunara. Siempre había deseado hacer eso, pensaba él sin saber a dónde iba y sin darse cuenta de lo poco vivo que estaba, pues su resurrección de unas horas o días atrás se esmortecía con la vuelta de la rutina física y el cese de las sacudidas de los meridianos, que poco a poco dejaban de girar sobre sus seis ejes mientras que las dimensiones volvían en sí y el gentío asomaba de nuevo por las bocas de los metros y las puertas de las tascas cuyas puertas blindadas se abrían como vestidos en la noche ya casi normalizada.
Hasta que todo se configuró como siempre Adán no se dio cuenta de que estaba actuando en un cuerpo prestado, como si moviera un avatar o oficiara una ceremonia vacía, títeres o polichinelas de una función remota que se celebraba en otra parte de la galaxia, en otra época que sin duda pasó inadvertida en su momento y que ahora se repetía sin más motivo que alguna rutina descompensada o un engranaje tronchado.
Por eso, cuando entraron los sicarios de mejillas tatuadas que anunciaban la llegada de Dulce Fleur, hija depravada del príncipe de los felones, Adán no supo inmutarse ni salir corriendo como hizo calamarmente el paisanaje. No fue por valor ni ganas de pelear, pues había olvidado aquellas aficiones; desidia o malaganismo le llevaron a la cúspide de la fama nocturna y a las estancias donde Dulce Fleur se torraba bajo siete soles traídos y conservados vivos desde los Urales por un tubo forrado de espejos. Aun sin ganas ni ímpetu destripó Adán a la escolta de la princesa Fleur, pues su vaivén corporal entre la vida y los otros estados impedía que los forzudos le ensartaran con sus lanzas y venablos y aunque alguno acertó a tajarle en la vertical las mitades se juntaron enseguida como si se buscaran por inercia celular. En este lance hubo un momento en que Adán debió depositar el cuerpecillo de la niña en alguna mesa para esquivar mejor los alfilerazos que le asestaban y cuando quiso volver a por ella tuvo la seguridad de que una silueta recién recortada -porque veía supurar el aire- se la llevaba. Atacó y atravesó lo que ya sospechaba que eran decorados que una torpe máquina de ficcionar iba levantando apenas una milésima antes de que él llegara.
A fuerza de mandobles y trompazos desembocó en una cripta de paredes impenetrables donde sus nudillos toparon con el límite de los engendros googleanos y, abatido y apesadumbrado, se dejó caer comprobando con espanto que lo que aparentaba ser el suelo desaparecía una y otra vez. Reanimado por esta vía braceó con denuedo en pos de las figuras planas que creía divisar entre las tinieblas gracias a los fluídos que él atribuía a las fluoraciones de la niña bendita.
En efecto, alcanzó a la comitiva e invirtió el spin de la niña fúlgida que ya se estaba disolviendo entre las siluetas de latón. Pero no podían regresar porque el tiempo de donde procedían se había ocluído y la entropía estaba tensando la goma del gravitero. Así que Adán y la ninona tuvieron que fundirse en un abrazo tan desesperado que a partir de ese momento compartieron un solo cuerpo
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