La desesperación todavía no ha asomado, quizá es lo último que la sociedad quiere ver de sí misma. De momento se ha visto, y mucho, la indignación. Pero la indignación es un lujo, un residuo del bienestar, que va estirando sus recursos. La indignación aún pugna por el futuro, aún presupone que va a haber algo funcionando, aunque sea a este ralentí. La indignación tenía una parte de picnic y unos gramos de desesperación, que viene a ser la realidad despiadada, la antesala del alféizar.
Ahora salen las cifras del INE que nadie quería ver. Salen y se ocultan enseguida. La desesperación es invisible. Nadie quiere verla, ni mostrarla.
Entretanto el país intervenido agoniza en aquellas rutinas que son como profecías: el verano, los ministros ya un poco zombies, aquellos rituales.