Me arrepiento de esta línea que estoy escribiendo. Y ella se arrepiente de mí. Ella esperaba ser una frase mejor, creo que la he decepcionado. Y ella a mí. Cada línea espera ser tan buena que sus palabras lleguen al corazón de las personas y muevan el mundo. Le das vida a una línea –o te la da ella a ti– y sale como un objeto independiente, un ser vivo que, si por azar es útil, llegará a otras personas, quizá llegue a una campaña de publicidad, a un discurso, a un meme viral o a una canción. Es su vida y vuela sola por un mundo en el que ya no controlas nada. Si es buena, si aporta algo, la línea de texto vive indefinidamente. Si la línea es floja se perderá como lágrimas en el cierzo. Si funciona, aguanta: la vigencia de “es lo que hay” o “no queda otra” reflejan algo de nuestros días. Es difícil hacer –o ayudar a nacer a– una línea buena, original, que mejore el mundo. Si sale buena, como un poema o una ecuación, puede incrustarse en las personas, abrir nuevos significados. Si aporta algo se insertará en el núcleo del genoma como una más, cuatro letras que se hacen química y tal vez ayudan a un cambio. Una línea buena necesita, como sus primos los virus, una espícula, el pincho que encaja en la cerradura, un alfabeto común. Estamos abiertos a nuevas frases, a nuevos sentidos, a una vida inédita que puede empezar en cualquier momento sin avisar… o quizá sólo aceptamos la frase que encaja en nuestra tal vez enmohecida cerradura. Por eso la línea más universal puede ser aquella que funciona como llave maestra: te quiero.
(Columna en heraldo de Aragón, miércoles 8, 12, 21)