Desierto para correr (un artículo de Antón Castro)

Antón Castro

No sé cómo empezar. Ni a dónde me dirijo. Quizá solo a recordar y a buscarle sentido a la vida con las palabras. Los seres de mi condición sabemos lo justo del mundo. Y rara vez acertamos a expresarlo. Hablamos mal. Pero tenemos una facultad: nos entra todo por los ojos. Percibimos la zozobra, si no hay dinero en casa, si el ánimo se trastabilla, la caída lenta del amor en el tedio. Si los hermanos entre ellos tienen disputas por las pequeñas y las grandes cosas.

En ese instante, existimos y no existimos, gesticulamos, nos movemos de aquí para allá, intentamos hacer eso que los mayores llaman fiestas. También es cierto que percibimos de inmediato cuando no se puede jugar, cuando conviene callar; en ese instante, como si nos desangrásemos por dentro, buscamos acomodo, queremos no molestar, volvernos incluso invisibles. Y desde ahí, desde el silencio y la ausencia corporal aparente, leemos cuanto pasa. Imaginamos qué sucede: el dueño, el padre, empieza a perder memoria, se despista, quiere hacerlo todo y un poco más, y no halla su sitio; lo estrangulan las paradojas. La dueña, la madre, es tan maternal como siempre y quizá pierde pie entre los surcos, se inventa silencios, instantes propios, se aturrulla con la realidad.

Nosotros, dos, hasta tres en ocasiones, vamos a nuestro aire, pedimos agua, más comida, hasta atenciones, incluso un poco de calor verdadero, real, más leña al fuego por favor, y del otro, la lumbre del cariño. Claro que hacemos de las nuestras: hallamos un agujero en el seto, aprovechamos un descuido cuando se abre el portal, descendemos del muro. Y ya fuera, el planeta se estira ante nuestros pies. El planeta es el Canal Imperial, los senderos entre el maizal, las carreteras secundarias, las montañas que llevan a las fábricas de áridos. Un día, nos fuimos ella y yo, mi mejor amiga y yo, esa que es mi hermana, mi otra madre, mi protectora y yo, la compañía caliente en las pavorosas noches de tormenta. Ella se perdió o sencillamente no quiso regresar. Nunca he podido olvidarla. Y él, el señor, el padre, tampoco. Se lo veo en la mirada a veces, cuando nos cambia los nombres y nos llama Zara. Creo que eso le duele más que alguien le haya dicho: «Sé libre, sí. Vive y deja vivir. No quieras entender los cantos de sirena». En ese momento, me doy cuenta de que él también querría ser perro con mucho desierto para correr.

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Heraldo de Aragón 23 Octubre 2022

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